Drama · Teatro

La anarquista.- David Mamet

La anarquista.-David Mamet
Teatro Español
Versión y dirección de José Pascual
Teatro Barakaldo (8 de febrero de 2014)

Me comentaba un amigo a la salida del teatro que a la obra le sobraba una hora de la hora y media de representación. Es posible. Pero también puede ser que, si nos metemos en los entresijos y nos liamos a discutir la problemática planteada, necesitemos varias horas para, tal vez, no llegar a una solución provisional y, menos aún, definitiva.

No me parece mal el planteamiento. Es como lanzar un tema a discusión entregándolo al debate de la sociedad y que la sociedad decida. No me hubiera parecido bien si previamente no hubiera sido trabajado el tema, exponiéndolo desde todos los ángulos posibles y en un contexto amplio, sin restricciones.

El tema sobre el cual escribió el dramaturgo estadounidense David Mamet (guionista de El cartero siempre llama dos veces) no es el anarquismo, sino el ejercicio de la violencia como método para conseguir algún fin que, en el caso del anarquismo, sería el de subvertir el orden social establecido. La violencia política se contrapone al ejercicio de la violencia del Estado para evitar la primera o castigarla.

Hay un hecho dramático en las consecuencias de la acción violenta que concluye en el crimen o el asesinato, y es que resulta irreversible e irreparable. Nadie puede restituir la vida a las víctimas, y esto genera un conflicto moral en la sociedad. Es lícito defenderse de la amenaza terrorista y de las acciones violentas, como resulta lícita la imposición del castigo. Pero si la sociedad y las leyes emanadas de su constitución organizada en la forma del Estado no quieren ponerse a la altura de los asesinos, tampoco puede actuar violentamente contra sus vidas. De ahí la lógica supresión de la pena de muerte, lo que revela una altura de miras por encima del asesino y su código ético. No obstante, ¿qué clase y cantidad de pena o castigo puede redimir la acción violenta de acabar con una vida?

El dilema, teóricamente, se resuelve incorporando el concepto de reinserción. La reinserción exigirá el arrepentimiento y la expresión de la voluntad de acatar, respetar y cumplir las leyes vigentes. Pero un problema sigue a otro. ¿Cómo medir el arrepentimiento?¿Cómo evaluar la disposición a cumplir las leyes?

En La anarquista, las dos protagonistas se enzarzan en la discusión de estos asuntos. La funcionaria de prisiones en busca de las pruebas del arrepentimiento. La presa, en busca de conseguir la libertad. Para ello la funcionaria le exigirá que delate a su compañera de asesinato revelando dónde se encuentra. La presa, que dice renunciar a las ideas que la condujeron al crimen rechazando la violencia como método y confiesa su conversión a la fé cristiana, no podrá ocultar el convencimiento íntimo de encontrarse ante una sociedad a la que el Estado tiene secuestrada manteniendo la imposición, la administración de sus libertades, derechos y obligaciones, de manera autoritaria y abusiva y protegiendo los privilegios de los poderosos en perjuicio de los más débiles. Una hará lo posible para intentar conseguir la libertad y la otra lo imposible para impedirlo.

Si no podemos saber nunca  hasta qué punto fue sincera la confesión de la presa o sólo una estratagema para salir de la cárcel, tampoco sabremos cuánto de sentimiento de venganza abriga la funcionaria de prisiones o si solamente quiere estar segura de poder firmar la petición de libertad con garantías, porque –de manera expresa- confiesa abiertamente no creer en la reinserción a la que la presa tiene derecho.

En este contexto, cualquier acto de piedad se verá superado por el sentido del deber y la aplicación de las leyes. La actuación de la funcionaria se asemeja a la del creyente poseído de la fe que practica las normas que la Iglesia le dicta; si su actuación es equivocada, no será ella quien se equivoque, sino el Estado que dicta las normas, al igual que el error del creyente no le puede ser imputado a él, sino a la Iglesia. La responsabilidad moral está a salvo en ambos casos. En cierto modo el discurso sobre la culpa que subyace en el texto de David Mamet me ha recordado la novela de Dostoievski, Crimen y castigo.

Nos encontramos, hay que decirlo, ante una obra en la que el texto lo es todo. Dos personajes, una mesa con documentos y un teléfono que suena de vez en cuando y dos sillas, es cuanto puede encontrarse en el espacio del escenario. La dificultad de mantener la tensión y la atención del espectador en estas circunstancias es muy grande. Pero la versión de José Pascual interpretada por las actrices Magüi Mira y Ana Wagener supera, con creces, la mencionada dificultad. Variedad de matices, ritmo ágil, conversaciones que transmiten naturalidad y realismo, buena gestión de los silencios y una actuación alejada de lo melodramático y exagerado, hacen creíbles a los personajes y logran que el teatro sea, una vez más,  la magia viva que nos anima y da razón para no dejar de asistir a él. Aunque tengamos que imaginar o discutir los finales.

González Alonso

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